Vigésimo segundo año A.C.: En un recóndito lugar oculto en las montañas, un espantoso alarido despierta a la aldea de su plácido sueño… ¡¡¡TRUCCIA!!! ¡¡¡TRUCCIA!!! ¡¡¡TRUCCIA HA DESAPARECIDO!!!
Súbitamente se armó un revuelo. Su choza no mostraba signos de violencia. Faltaba su caballo. Las viejas que solían asistirla estaban al borde de un ataque de ansiedad y miedo. Rápidamente la noticia se extendió por toda la comarca. El caos reinó por unos instantes hasta que el pequeño destacamento dejado por Cocorottas para defender su humilde poblado, poco a poco, logró apacigüarlo.
La reina había huido.
Bajo el manto de la noche, Truccia, harta ya de tanta espera, decidió salir a su encuentro. La campaña contra las tropas de Augusto se estaba extendiendo ya demasiado. No soportaba la idea de pasar un sólo día más bajo las techumbres de su choza, atisbando a lo lejos la posible llegada de algún mensajero con oscuras noticias sobre su esposo. Tenía esos presentimientos, otra vez. La atormentaban, noche tras noche no podía conciliar el sueño y cuando al fin lo lograba, eran sueños terribles, abominables. Y en las mañanas, le hastiaba ver pasar los carros al mercado llenos de hortalizas, o escuchar el obstinado ruido del martillo en la fragua; harta de ver pasar por doquier las flacas gallinas y el diezmado ganado; harta de amamantar a su primogénito; harta, de no hacer nada. Harta, de esperar.
Echaba de menos a su esposo, su voz bronca, sus modales rudos, el olor agrio de cerveza en sus barbas, la forma salvaje en que la poseía cada noche…. Sin él lentamente se iba marchitando. Pero sobre todas las cosas, echaba de menos el fragor del combate. Dada su reciente maternidad, había sido relegada a quedarse al cuidado de una aldea llena de campesinas, niños, enfermos y ancianos que gobernar en su ausencia. Pero ella era una guerrera. Su sitio estaba en el campo de batalla, con los demás guerreros. Descendía de un extenso linaje al que pertenecían los más valerosos guerreros del Clan durante incontables generaciones. Una tras otra, sus antepasados y antepasadas defendieron la tribu de toda clase de amenazas con sus armas. Necesitaba sentir el hedor a sangre, sudor y tierra… o moriría.
Necesitaba a su esposo.
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